Umberto Eco, escritor y filósofo italiano, ha escrito una importante reflexión, publicada en este caso en el diario Los Andes, aunque también pudimos disfrutar una versión similar en el diario “El Comercio” en la que analiza las complejas relaciones entre el Poder y la Justicia a consecuencia del caso del Primer Ministro de Italia. Por su importancia pedagógica se transcribe el artículo, recomendando su lectura para quienes creen en la extradición como una herramienta de justicia para un Estado de Derecho en el que la ley sea igual para todos. El artículo merece interiorizarse, sobre todo por la reflexión final de la enseñanza de Sócrates respecto al valor de la ley y el deber de los ciudadanos de no contribuir a su deslegitimación.
¿Un doble estándar de justicia?
Por Umberto Eco - Servicio de noticias The New York Times - © 2011
Uno no podría menos que estar de acuerdo con el gobierno italiano cuando solicitó oficialmente que Brasil extraditara a Cesare Battisti, en un tiempo miembro de los Proletarios Armados por el Comunismo, que fue declarado culpable en 1993 de cuatro cargos de asesinatos cometidos en los años setenta. Y creo que este apoyo debe ser mantenido incluso por quienes creen que Battisti fue víctima de un error de la justicia.
Porque no corresponde al gobierno brasileño decidir si hubo un error de la justicia, a menos que desee declarar públicamente que Italia, en la época de Battisti era, y aún es, un aparato dictatorial que hace caso omiso de los derechos políticos y civiles de sus ciudadanos.
La solicitud de extradición es definitivamente válida, porque podemos dar por sentado que la declaración de culpabilidad de Battisti representa el ejercicio de la justicia por parte de un Estado democrático y un Poder Judicial independiente.
Lo que es más -para cualquiera que tenga razones para desconfiar de la administración de Silvio Berlusconi-, el sistema judicial emitió su fallo cuando Berlusconi era todavía un ciudadano privado.
Por tanto, solicitar la extradición de Battisti significa una defensa de la integridad del Poder Judicial italiano, en cuyo caso todo ciudadano de Italia debería estar de acuerdo con la decisión del gobierno.
“Bien hecho, Sr. Berlusconi”, podríamos estar tentados de decir. “Su conducta en este asunto es impecable”.
Pero, cuando el mismo sistema judicial inició un juicio criminal contra ese mismo primer ministro Berlusconi -no ordenando dos sentencias de prisión perpetua, como con Battisti, sino sólo citándolo para que se defendiera contra una acusación que puede resultar sin fundamento, al tiempo que lo protege con todas las garantías a las que tiene derecho- ¿por qué Berlusconi no sólo se niega a presentarse ante los magistrados, sino llega al grado de cuestionar su derecho a siquiera escuchar su caso?
¿Está súbitamente tratando de mostrar solidaridad con Battisti en la tarea común de restar legitimidad al Poder Judicial italiano?
¿Está acaso preparándose para emigrar a Brasil con el fin de solicitar la misma protección que le ha sido otorgada a Battisti, contra la supuesta ilegitimidad del sistema judicial italiano?
O, si Berlusconi cree que los jueces que declararon culpable a Battisti fueron efectivamente honorables en su fallo, y que su dignidad debe ser defendida para preservar el honor de Italia, ¿cree acaso que la juez que presidió su propio caso particular, Ilda Boccassini, no es una persona honorable, aplicando así un doble estándar?
¿Puede ser que el sistema en sí es honorable y honesto cuando declara culpable a Battisti, pero deshonorable y sin principios cuando sus miembros investigan a Ruby Rubacuori, una aspirante a estrella que supuestamente era menor de edad cuando asistió a las fiestas celebradas en una de las mansiones de Berlusconi?
Los defensores de Berlusconi dirán que Battisti hace mal en evadir la justicia italiana, porque en su corazón sabe que es culpable, en tanto que Berlusconi tiene el derecho de hacer lo mismo porque en su corazón cree que es inocente. ¿Qué tanta validez puede tener este argumento?
Quienes presentan este alegato al parecer no recuerdan un cierto texto familiar para quienes hayan asistido a la escuela secundaria –incluyendo a Berlusconi–: “Criton” de Platón.
Para beneficio de aquellos de mis lectores que hayan olvidado este libro, su premisa es la siguiente: Sócrates ha sido condenado a muerte (injustamente, como Sócrates y el lector saben), y está en prisión esperando su copa de cicuta. Recibe una visita de su discípulo Criton, quien le informa que todo está preparado para la fuga de Sócrates. El joven utiliza todo argumento posible para persuadir al filósofo de que no sólo tiene el derecho, sino incluso el deber de evitar una muerte injusta.
Pero Sócrates recuerda a Criton una sencilla verdad, una que debe ser la posición de cualquier hombre decente enfrentado a la majestad de la ley: al vivir en Atenas y disfrutar de todos los derechos de un ciudadano, Sócrates ha reconocido implícitamente el valor de esas leyes, y si se atreviera a cuestionarlas una vez que éstas actuaran contra sus intereses, estaría contribuyendo a su deslegitimización y destrucción.
No podemos aprovechar las leyes sólo cuando funcionan en interés nuestro, y rechazarlas cuando emiten una decisión que no nos agrada; hemos hecho un pacto con la ley, y ese pacto no puede violarse por un capricho.
Nótese que Sócrates no era un hombre de gobierno; de haberlo sido, habría tenido que decir aún más, o sea, que si sentía que tenía el derecho de simplemente ignorar las leyes que no le agradaban, entonces como hombre de gobierno no podía razonablemente esperar que alguien más obedeciera las leyes que no le agradaban, ya fuera pasarse una señal de alto, negarse a pagar impuestos, robar bancos o abusar de menores.
Sócrates no expresó este último argumento, por supuesto, pero su argumento más amplio sigue siendo, sin embargo, noble, sublime, granítico.
Fuente: http://www.losandes.com.ar/notas/2011/3/6/doble-estandar-justicia-554563.asp
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